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Comunidades autónomas y Estado autonómico

(comp.) Justo Fernández López

España - Historia e instituciones

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ESPAÑA – ESTADO AUTONÓMICO

¿Unidad estatal y diversidad nacional?

El problema de las comunidades autónomas

 

 

Autónomo no es lo mismo que autonómico. El Gobierno y la Asamblea de una comunidad son autónomos (en ellos recae la autonomía). El resto de los organismos y cargos que dependen o se incluyen en ellos son autonómicos (relativos a la autonomía). La policía vasca se denomina oficialmente Policía Autónoma. Por tanto, si se escribe con mayúsculas puede llamarse de ese modo; pero ‘policía autonómica’, con minúsculas, si no se la designa con su nombre propio. Ejemplo: ‘la Ertzaintza, la policía autonómica vasca, ha detenido a dos presuntos delincuentes’. (El País. Libro de estilo)

La unidad de las diferentes nacionalidades y culturas de España siempre ha sido una tarea difícil. En el XVIII ya advertía un observador:

"Un andaluz no se parece en nada a un vizcaíno, y un catalán no tiene nada de parecido con un gallego; lo mismo se puede decir de un valenciano y de un hombre de la meseta".

La diversidad regional supone un enriquecimiento, pero también un gran problema político. Esto creó una enorme tensión entre la tendencia a la integración y la tendencia a la autoafirmación de las diferencias regionales.

Franco fue un centralista autoritario cuyo interés radicó siempre en presentar a España como una unidad homogénea. Franco sabía muy bien que todos los movimientos republicanos en España partieron de las regiones. La primera Constitución liberal, la de 1812, fue redactada y proclamada en Cádiz durante el tiempo de la ocupación de España por parte de las fuerzas de Napoleón. También sabía muy bien Franco que los vascos eran muy republicanos.

Durante la Guerra Civil de 1936-39, los catalanes fueron una región muy democrática gobernada por republicanos. Si se quiere entender bien hoy el problema de las regiones autónomas en España, hay que tener muy presente este centralismo exacerbado de cuarenta años de franquismo. 

La Constitución del 1978 define a España como una nación compuesta de diversas nacionalidades. La Constitución democrática se base en la concepción de la unidad indisoluble de la nación española, la patria común e indivisible de todos los españoles; por otro lado, reconoce y garantiza a las regiones el derecho a la autogestión. 

A las tres nacionalidades históricas: Cataluña, Euskadi y Galicia se les concedió inmediatamente la autonomía. Más tarde, Andalucía alcanzaría los mismos derechos valiéndose de ciertos subterfugios que dejaba la ley. Al poco tiempo, las así llamadas comunidades autónomas alcanzarían el número de diecisiete (17). A las regiones históricas se les concedió amplios derechos a la autogestión en lo que concierne a la educación, uso de la propia lengua, etc. 

Cataluña, Galicia y el País Vasco se consideran comunidades de nacionalidad histórica por haber conseguido un Estatuto de Autonomía durante la II República española (1931-1936), pero la Guerra Civil impidió el desarrollo de estos estatutos.

La división territorial y administrativa de España es en algunos casos muy artificial, hecho que no se ha corregido en la España de las autonomías. Un claro ejemplo es la comarca natural de la Rioja que está repartida actualmente en tres comunidades autónomas diferentes – País Vasco, Navarra y Rioja –, y antes de la Constitución de 1978 en tres regiones.

El sistema español de comunidades autónomas se parece más al sistema de los Länder de la República Federal Alemana que al sistema federal austriaco. Para entender la situación española hay que aclarar algunos conceptos: 

En España se denominó nacionales a los seguidores de Franco, mientras que nacionalistas se llamaba a los defensores de las autonomías regionales. El así llamado nacionalismo, cargado de tantas connotaciones negativas, tiene en España un contexto muy diferente al que suele tener en otros países. La Constitución democrática de 1978 acabó con el nacionalismo franquista. No hay hoy en España ningún grupo político que se pueda considerar como nacionalista a la vieja usanza. Tanto la Falange como Fuerza Nueva han desaparecido prácticamente del mapa. El nuevo nacionalismo se expresa hoy de otra manera: Primero soy catalán, luego español y después europeo. Estas palabras de un presidente de la Comunidad de Cataluña podrían ser suscritas por el Presidente de Galicia o de Euskadi. 

El problema del regionalismo fue una de las mayores hipotecas que dejó Franco. La democracia posfranquista tuvo que solucionar primero el problema de las regiones, para pasar luego a la reconstrucción de las instituciones democráticas. Según Juan Antonio Fontán, la democratización del país tuvo su soporte en los tres pactos

Uno es el pacto político de derechas e izquierdas que se hace en la Constitución: establecimiento del sistema democrático.

Otro es el pacto económico de empleadores y empleados; no olvidemos que durante la Guerra Civil la mayoría de la clase burguesa estaba de parte de Franco, mientras que la clase proletaria y trabajadora era republicana. La reconciliación fue llevada a cabo mediante negociaciones de las correspondientes organizaciones. Fue pues un pacto social.

Y finalmente el pacto del Estado: las nacionalistas catalanes y vascos acuerdan con el Estado central una forma de administración autónoma que quedó plasmada en los estatutos de las regiones autónomas.

Se llama periodo de transición o la transición a los años 1975-1978, el tiempo que va entre la muerte del general Franco y la proclamación de la Constitución democrática de 1978. Fue un tiempo en el que tanto la derecha franquista como la izquierda terrorista intentaron impedir la instalación de la democracia en España.

La consolidación definitiva de la democracia no tuvo lugar hasta después del 23 de febrero de 1981, tras el intento de golpe del teniente coronel Tejero, que fracasó por la entereza y firmeza que mostró el rey Juan Carlos I:

La Corona, símbolo de permanencia y unidad de la Patria, no puede tolerar en forma alguna acciones o actitudes de personas que pretendan interrumpir por la fuerza el proceso democrático que la Constitución, votada por el pueblo español, determinó en su día.

En los años sesenta España logró un desarrollo económico y tecnológico europeo que no estaba en consonancia con las anticuadas estructuras políticas del régimen franquista. Los años ochenta pusieron las estructuras políticas y las instituciones al nivel del avance económico. Con el ingreso de España en la Comunidad Europea culmina el proceso democrático de España.

La movida de Madrid y la fundación del periódico El País colaboraron a la democratización intelectual, a la liberalización de las costumbres, a la emancipación de una concepción tradicional de la vida. La palabra movida no es más que un sinónimo para liberalización y democratización creadora. La España que tradicionalmente despreciaba lo nuevo (desprecia cuanto ignora, que decía Antonio Machado), la España inmovilista, se abría ahora a toda manifestación artística. Madrid se convertía en centro cultural, en la capital más movida de Europa. El franquismo había reprimido todos los signos de modernidad en España. Pero el nacionalismo no es una ideología: El nacionalismo es la pura autoafirmación. (Fernando Savater)

El Estado nacional español se troqueló ya muy temprano. Hubiera sido mejor haber esperado más, pues las costuras de ese Estado nacional resultaron más tarde demasiado flojas e inconsistentes: 

Hoy celebramos un acontecimiento trascendente en la vida de la nación: el quinto centenario del matrimonio de los Reyes Católicos. (Francisco Franco, el 18 de octubre de 1969). El matrimonio de los Reyes católicos en el 1469 fue conmemorado por Franco como el nacimiento de la nación moderna española. España fue el primer país europeo que alcanzó la unidad nacional en sentido moderno, como unidad de formas culturales de vida. 

Pero el centralismo estatal no fue obra de los Reyes Católicos ni de los Austrias, sino de los Borbones que en 1833 hicieron la división administrativa de España en 50 provincias. Es cierto que el Estado centralista de los Borbones fomentó la modernización del país: la escolarización, las vías de comunicación y la vida pública en general. Consecuencia negativa fue su excesiva burocracia y su extrema homogeneidad cultural que rayaba ya en la represión de toda forma cultural diferente a la impuesta: represión de toda forma cultural y expresión lingüística en Cataluña y las Vascongadas. 

La identificación de España con Castilla: Los ideales religiosos y guerreros de Castilla llevaron a la unidad de España bajo signo cristiano, tras la derrota de los árabes y la expulsión de los judíos de España, así como a la conquista de América y la postura defensiva contra la Reforma protestante. El ideal del caballero cristiano siguió vivo incluso después de la Reconquista, y resistió los embates de la Europa industrial moderna. 

Hay la posibilidad de que se forme un centralismo tecnocrático, fomentado por la clase política, que pueda llegar a ver en el sistema de las comunidades autónomas un lujo demasiado caro y superfluo, que fue una concesión hecha en el período de la transición a la democracia. y que ahora significa un verdadero impedimento a la evolución de España hacia una forma de vida más racional y moderna. La pertenencia de España a la OTAN y a la CE podría favorecer a un  neocentralismo tecnocrático. Otra posibilidad sería la de que sólo siguieran funcionando dos o tres comunidades autónomas (las correspondientes a las regiones históricas de Cataluña, Vascongadas y Galicia) y que el resto fueran solamente instituciones de una administración descentralizada, pero sin tener capacidad de decisión. La última posibilidad sería que se llevaran a cabo todas las posibilidades previstas en la Constitución de 1978 para que, si bien la Constitución prohíbe que las regiones autónomas formen una federación ente sí, en realidad el Estado sí podría funcionar de una forma verdaderamente federal. (Xavier Sellés Ferrando, Consejero de Prensa y de Cultura de la Embajada de España en Viena)

Entre la mitificación de la sacrosanta unidad de la Patria y la eterna protesta contra la ocupación por parte del eterno centralismo, España ha encontrado una vía media democrática.

Las constitución histórica de España hacia el siglo XXI  debería concentrarse en dos cosas: el reconocimiento de la diversidad cultural de lenguas nacionales y, por otro lado, la aceptación de que hay un vínculo común a todas las regiones españolas que no debe limitarse a ver que hay un gobierno central en Madrid, sino que consiste en el hecho de que todos los españoles nos entendemos sin reservas, aunque sólo sea para discutir entre nosotros, en una lengua común: el castellano, el  español. (Pedro Laín Entralgo)

Cataluña, Euskadi y Galicia

Las regiones históricas de Cataluña y Euskadi son las regiones más poderosas de toda España. Y paradójicamente son ellas las que tienen la sensación de ser las perseguidas por el resto del país y ser las víctimas de una política centralista. Por otra parte, muchos españoles de otras regiones no se someten a tener que aprender catalán o vasco para poder trabajar en estas regiones, pues piensan que tiene más sentido aprender inglés o francés para comunicarse con Europa y no una lengua regional. 

Nación, nacional. España se configura históricamente, y así se entiende en el debate constitucional, como una «nación de naciones». La expresión ‘nacional’ se aplicará principalmente a la cualidad de español: ‘la selección nacional’, ‘la contabilidad nacional’ (y no ‘la selección estatal’ ni ‘la industria estatal’, que es el INI), aunque es preferible usar directamente las palabras ‘español’ y ‘española’: ‘la selección española’, ‘la economía española’. En otros casos, conviene especificar: ‘la conciencia nacional vasca’.

Nacionalidad. Dícese de “la condición y carácter peculiar de los pueblos e individuos de una nación”, o “estado propio de la persona nacida o naturalizada en una nación”. La Constitución española se refiere también, en otra acepción, a los derechos de “las nacionalidades y regiones”, constituidas políticamente en comunidades autónomas. Se podrá, pues, utilizar tanto ‘nacionalidad’ como ‘comunidad autónoma’, o, más útilmente, ‘país’, pero debe evitarse en la medida de lo posible, a este respecto, la expresión ‘la autonomía’ o ‘las autonomías’.” [El País. Libro de estilo. Madrid: Ediciones El País, 1990, p. 313]

Sistema político y organización territorial del Estado

La Constitución de 1978 supuso ruptura con el régimen anterior, y se inspiró en la Ley Fundamental de Bonn de 1949, la Constitución italiana de 1947, y la portuguesa de 1976: con un breve preámbulo redactado por Tierno Galván. Reclama la vinculación de todos los poderes públicos a la Constitución (art. 9.1),y es exigido su juramento para ocupar cargos públicos, con lo que en esto imita también a las Leyes Fundamentales del franquismo.
Propugna la libertad y la igualdad, es abierta, garantiza el derecho a la libertad religiosa (art. 16.1),proclamando que ninguna confesión tendrá carácter estatal (art. 16.3),aunque “los poderes públicos mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y demás confesiones”. Consagra la economía de mercado (art. 38), pero dentro de un Estado social y democrático (art. 1.1).

Considera a la Corona un órgano diferenciado del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, con las funciones que establece el art. 56.1. El rey no puede actuar jurídicamente sin refrendo (arts. 16.3 y 64), y no está sujeto a responsabilidad (art. 56.3).

Consagra, pues, una economía social de mercado, con intervención pública. En lo que se nota las contradicciones propias del consenso que la redactó, con descentralización económica y administrativa. Fue reformada como consecuencia de la entrada en vigor del Tratado de la Unión Europea, pero sólo para añadir “y pasivo” en el art. 13.2 (derecho de sufragio activo y pasivo en las elecciones municipales).

El título VIII, el más ambiguo, se ocupa de la organización del Estado, pues a pesar de la unidad de la Nación española del art. 2, el mismo artículo garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran.

El art. 137 habla de municipios, provincias y Comunidades Autónomas, por lo que la jurisprudencia constitucional ha reconocido que las Comunidades Autónomas poseen relevancia constitucional, y gozan de la naturaleza de ser también Estado. Pero la autonomía no es soberana, ya que es parte del todo.

El privilegio a las nacionalidades históricas (Catalunya, Euskadi y Galicia) es lo que incitó a que se legislaran dos vías de acceso a la autonomía (arts. 151 y 143), lo que supone distintos tipos actuales de Comunidades Autónomas, según el nivel actual de competencias. Se institucionalizaron, pues, autonomías plenas, las nacionalidades, y limitadas, las regiones.

Como resultado existen en España 17 Comunidades Autónomas, seis de las cuales son plenas (Catalunya, País Vasco, Galicia, Andalucía, Navarra y Valencia), y el resto son limitadas; y se ha superado el número de autonomías plenas, porque Andalucía, Navarra y Valencia exigieron las mismas competencias que las nacionalidades.

La Constitución distingue entre competencias del Estado (art. 149), y de las Comunidades Autónomas (art. 148); pero el Estado va cediendo competencias según se las van solicitando, lo que acentúa la división entre Comunidades de la que ya hemos hablado. Y el instrumento decisivo en la configuración de las autonomías no es la Constitución, sino los Estatutos.

La Constitución, por ejemplo, no especifica las competencias financieras de las Comunidades Autónomas, pues se remite a una futura ley orgánica: la Ley Orgánica de Financiación de las Comunidades Autónomas (Lofca), que rige para 15 autonomías, pues dos (Euskadi y Navarra) se financian mediante convenios.

Este mecanismo financiero es favorable a las Comunidades más prósperas, por lo que el Estado tiene que aplicar criterios de solidaridad con las menos favorecidas; y poco a poco las comunidades históricas, encabezadas por Catalunya, van reclamando más competencias recaudatorias. El Estado generaliza después lo concedido a Catalunya, pero algunas se niegan, al estar presididas por otros partidos, lo que vuelve a originar diferencias entre las distintas comunidades.

Al recibir las Comunidades Autónomas la mayor parte de sus recursos vía transferencias del Estado han gastado sin control, lo que ha aumentado el déficit público. Y tampoco es igual el concierto del Estado con Euskadi que con Navarra.

La Constitución establece controles ordinarios (art. 153) y extraordinarios (art. 155), pero son una fuente más de conflictos, que tienen que resolver los tribunales de justicia. [Rafael Gonzalo Jiménez]

COMUNIDADES AUTÓNOMAS

NACIONALIDADES

REGIONES

EN EL DESARROLLO DEL ESTADO AUTONÓMICO

Por Fernando Ríos Rull, Profesor de Derecho Constitucional

La Constitución española, en su art. 2, reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de nacionalidades y regiones. Esa distinción, en contra de lo que pudiera parecer, no va a desplegar ninguna consecuencia jurídico constitucional, sino que, de haberlas, serán meramente políticas. 

En efecto, es preciso recordar que el motivo que llevó al constituyente a introducir el término, que no el concepto, de nacionalidad fue el de conseguir un mayor consenso entre las fuerzas nacionalistas periféricas y los ciudadanos de determinados territorios en torno al modelo de descentralización política del poder contenido en el texto constitucional que se iba a someter a la voluntad popular vía referéndum. Sin embargo, ésa es la única referencia a tales expresiones en el resto de la Constitución, ya que a partir de ahí utiliza los términos territorios (DT 1ª y 2ª CE), provincias (arts. 143 y 144 CE), territorios insulares (143 CE) y comunidades autónomas (entre otros, arts. 137, 138 y Capítulo III, del Título VIII, CE) para referirse a esos nuevos entes dotados de autonomía política. 

En nuestra opinión, el abandono de tales términos se debió a que no es lo mismo el ente sociológico que el jurídico, es decir, existe una clara diferencia entre nación versus estado y entre nacionalidad o región versus comunidad autónoma.

Los primeros (nación, nacionalidad y región) son conceptos socio-políticos que se refieren al grado de identidad colectiva de los ciudadanos de un determinado territorio, estén constituidos o no en Estado. Mientras que los segundos (Estado o comunidad autónoma) son conceptos jurídicos, la organización de poder que rige, en un determinado territorio, sobre los ciudadanos que habitan en él.

En ese sentido, nos encontramos con Naciones-Estado (Francia, Irlanda, Dinamarca, por ejemplo), Naciones sin Estado (pueblos tales como los saharauis, los kurdos o los gitanos) y Naciones dentro de un Estado plurinacional como Alemania, Gran Bretaña o Bélgica. Dentro de estas últimas, se puede distinguir entre aquellas naciones que tienen algún régimen de autonomía de las que no. España es un ejemplo de Estado plurinacional descentralizado en autonomías territoriales. 

La propia Constitución española, sabedora del carácter plurinacional del Estado, garantiza a esas naciones (nacionalidades para distinguirlas de las Naciones-Estado) un régimen de autogobierno, para que esos entes sociológicos cuenten con organizaciones jurídicas con las que ejerce su autonomía política. Pero como dentro del Estado español coexistían otros territorios, cuyos ciudadanos no tenían ese grado de conciencia colectiva, a los que también se les podrían aplicar regímenes autonómicos, introduce el término de regiones. Unos y otros podrán participar de esa autonomía. No obstante, el ulterior desarrollo de la descentralización política del Estado no va a depender de esa calificación: dependerá del principio dispositivo, de la voluntad de los propios territorios interesados en acceder a la autonomía.  

Como es un problema de conciencia colectiva, de que los ciudadanos de esos territorios se reconozcan -a través de sus tradiciones culturales, peculiaridades geográficas y económicas o historia común- como nacionalidad o como región, han de ser los estatutos de autonomía los que califiquen al substrato socio-político de una u otra manera. Así, existen territorios que se califican como nacionalidad, otros como región y otros optan por no pronunciarse. Nuestro Estatuto de Autonomía, tras la reforma de 1996, establece que Canarias, en el ejercicio del derecho al autogobierno que la Constitución reconoce a toda nacionalidad, se constituye en Comunidad Autónoma. 

En definitiva, se trata de una cuestión socio-política, de cómo se percibe una determinada colectividad con características históricas, culturales y económicas comunes, que no va a tener necesariamente consecuencias jurídico-constitucionales y que, si bien refleja el grado de identidad cultural o política que posee esa comunidad, no va a predeterminar el ulterior proceso autonómico. 

Por todo ello, esa distinción entre nacionalidades y regiones no afecta a la posición constitucional que puede llegar a ocupar cada comunidad en el Estado autonómico. Serán, a lo sumo, otras circunstancias las que puedan producir distinciones cualitativas y cuantitativas entre las distintas comunidades originando una asimetría constitucional, circunstancias tales como la existencia de hechos diferenciales -como la lengua o el derecho foral y entre los que destaca sobremanera la lejanía y el hecho insular- que, éstos sí, implican la aplicación de un régimen constitucional-estatutario singular -distinto del régimen común- a determinadas comunidades autónomas.

Estado – Nación – Nacionalidades y regiones

“La Constitución aparece, como no podía ser menos, como emanación de la voluntad de toda la Nación Española y está destinada a «consolidad un estado de derecho» y «proteger a todos los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones», según reza el Preámbulo, «Se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación Española, patria común e indivisible de todos los españoles», aunque a renglón seguido «reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas».

Se ha dicho muchas veces que lo más original – también lo más problemático – es la nueva concepción del Estado y de su organización político-territorial; la voluntad implícita de proceder, como se ha llegado a escribir, a la «refundación del Estado en España». «El Estado se organiza territorialmente en municipios, en provincias y en las Comunidades Autónomas que se constituyan», cuyos Estatutos particulares el Estado «reconocerá y amparará como parte integrante de su ordenamiento jurídico» (artículos 137 y 147)

La reorganización política era, indudablemente, el gran desafío de la España del momento y la Constitución expresa la voluntad y el esfuerzo para integrar sin la menor reticencia a los nacionalismos periféricos y definir fórmulas de concordia política sobre bases progresistas hasta mucho más allá de donde había llegado el régimen republicano en 1931. [...]

En el texto del Anteproyecto no aparecía la «nación española» y España era apenas «el Estado» constituido por «nacionalidades y regiones», identificando a ese Estado, un término muy querido y usado por los franquistas, tan sólo con la maquinaria del Poder central; un ente sólo fruto del centralismo. El término de «nacionalidades», jurídicamente inapropiado, fue introducido por el ponente centrista Herrero R. de Miñón con la intención confesada de satisfacer a nacionalistas vascos y catalanes; un cálculo, a la postre, muy equivocado y peor que inútil. «Desde hace tiempo yo, personalmente, defiendo la necesidad de introducir el término “nacionalidades”, expresivo de la personalidad y organización de ciertos pueblos que son más que regiones naturales. Y no atenta contra la unidad y solidaridad de España» (Cit. en E. López Aranguren: La conciencia regional en el proceso autonómico español. C. I. S., 1982, p. 37). Más que simples «regiones naturales» lo son todas regiones históricas, en España y fuera de ella. El brillante Herrero echa mano de un argumento muy simplista. El equívoco del término contribuyó a que el diputado radical vasco F. Letamendía pretendiera ya entonces sustituir el concepto de «nacionalidades» por el de «naciones».

Por otro lado, la Constitución no prejuzga cuáles sean tales nacionalidades; lo deja para las definiciones recogidas en los posteriores Estatutos. Se ha tenido que recordar más tarde que el término de nacionalidad «no implica consecuencias jurídicas especiales», y «cierra tajantemente el paso a la consideración según la cual la autodeterminación, la consecución del propio Estado, sea el desenlace irreversible de la conciencia nacionalista. El poder constituyente soberano sólo se atribuye a la nación española». (J. J. Solozábal, Sistema, n. 38-39, 1980, p. 273). [...]

«Las regiones autónomas no son portadoras de soberanía o de un derecho de autodeterminación que les consienta celebrar alianzas políticas al margen de la Constitución.» No tienen poder constituyente y la Constitución de ninguna manera es un pacto entre un Estado de perfiles evanescentes y unas CC. AA. que sólo pueden nacer a partir de la Constitución; no la preexisten ni tienen sentido sino en el marco de la unidad española. Vid. Rodríguez Zapata, en Alzaga, Dir.: Comentarios..., T. XI, pp. 62-64.

En el mismo sentido se manifiestan Lucas Verdú y otros constitucionalistas en la misma obra (T. X, p. 397): la solución federal queda expresamente rechazada por el constituyente; el poder de las CC. AA. «no es originario, sino derivado del estatal. Las CC. AA. no preexisten y no son independientes del Estado ... han surgido por voluntad del poder constituyente en virtud de la soberanía del pueblo español como soberano antes de la Constitución».“ [González Antón, Luis: España y las Españas. Madrid: Alianza Editorial, 1998, pp. 640 ss. y 673 ss.]

 Los equívocos del «hecho diferencial»

“El sentimiento visceralmente antiigualitario de los nacionalismos no es una característica accidental; forma parte de su esencia misma. La conciencia subjetiva y la voluntad de ser considerados diferentes de los “otros” – el nacionalismo siempre «necesita la “otredad” para conservarse», como señala Aranzadi – se pretenden convertir en razón de ser de derechos especiales. La afirmación voluntarista de un exclusivo «hecho diferencial» se utiliza para obtener ventajas político-jurídicas incompatibles con un orden político medianamente justo, como han señalado Peces Barbas o Tomás y Valiente. Es la primera crítica de fondo que merece el argumento diferencialista; pero hay otras.

La segunda es que el argumento mismo se plantea desde el comienzo de manera viciada y primaria: catalanes y vascos se sienten diferentes del resto de los españoles, como si éstos formaran un todo homogéneo. Pero ese mismo discurso puede reproducirse hasta el infinito: los navarros eran distintos de los guipuzcoanos, y los extremeños de los navarros; los murcianos de los asturianos, los andaluces de los valencianos y los canarios de los aragoneses. EL principio mismo esgrimido por los nacionalistas de que España es plural, que está formada por muchos pueblos diferentes, no puede ser utilizado encerrándolo en límites caprichosos a conveniencia. El derecho a «sentirse» diferentes no puede negarse a nadie y en ningún caso puede ser fuente de ventajas particulares.

En tercer lugar, ese manojo capcioso de «hecho diferencial» niega lo obvio: que el sistema de Estatutos de Autonomía particulares, aprobados por los “pueblos”, ha sido y es desde el principio la fórmula constitucional prevista precisamente para dar cabida a los distintas «hechos diferenciales». Fue desde la conciencia de sus diferencias históricas o culturales y del deseo de potenciarlas y defenderlas como vascos y catalanes, con un papel determinante de los nacionalistas, redactaron y sometieron a referéndum popular sus Estatutos respectivos. Eran las reglas del juego democrático constitucional que, en el ejercicio de su soberanía, definieron todos los españoles. El juego ya está jugado; los Estatutos pueden reformarse, pero cada uno ya se concibió en función de los «hechos diferenciales», reales o supuestos; no se puede seguir arguyendo tal cuestión de manera indefinida, como instrumento de presión contra el Estado de todos.

Por otra parte, el voluntarismo diferencialista se apoya en otra falacia de bulto y extraordinariamente primaria: la de que todas las gentes de la región «diferente» forman un cuerpo social homogéneo y monolítico, con unos rasgos exclusivos y petrificados desde hace siglos. La hipertrofia del argumento diferencialista y la insistencia en sacarlo perennemente a colación puede acabar por volverse en contra de los propios nacionalistas: los araneses ya empezaron a defender su especificidad respecto al resto de catalanes; en esa misma vestidura pueden envolverse con todo derecho los alaveses o las gentes de Las Encartaciones de Vizcaya respecto de los demás «vascos»; la pequeña minoría vascoparlante de Navarra o las gentes de las zonas de lengua castellana de la Comunidad valenciana; y así, ahsta el infinito. ¿Dónde poner término a los argumentos sobre el «hecho diferencial»?” [González Antón, Luis: España y las Españas. Madrid: Alianza Editorial, 1998, pp. 699-700]

Vivere libero

Fernando Savater

El País - 6 de diciembre de 2001

Los términos políticos suelen ser más performativos que informativos: es decir, pretenden acuñar proyectos mejor que limitarse a nombrar realidades objetivamente establecidas. De ahí que no susciten meras objeciones por su falta de exactitud sino a veces alarmas y recelos de índole mucho más pugnaz. Algo de esto hay, por ejemplo, en el artículo que Jordi Solé Tura (EL PAÍS, 24 de noviembre de 2001) dedica a la expresión ‚patriotismo constitucional’, rótulo litigioso con el cual el PP va a presentar una ponencia en su próximo congreso.  Hace años, en circunstancias que Solé Tura reputa difíciles pero distintas a las de hoy, también el PSOE recurrió a esa fórmula hecha célebre por Habermas aunque luego -según el articulista-renunció a ella porque no llevaba a ninguna solución concreta y se limitó sencillamente a aplicar el legado de la Constitución. Que el PP recupere ahora ese asunto, cuando la historia reciente ha dado ya varios pasos hacia donde sea, inquieta al senador catalán: ‚Que haya incluido en el programa de su futuro congreso una ponencia sobre el llamado ‚patriotismo constitucional’, como si la Constitución esté (sic) en peligro de vida o muerte, y haya encargado de la redacción de la misma a un catalán y a una vasca, sólo puede significar que el patriotismo en cuestión es otra cosa y, de hecho, una andanada contra los nacionalismos de ambas zonas’. La verdad, no acierto a ver por qué razón hablar de patriotismo constitucional implica necesariamente la suposición de que la Constitución está en peligro -puede pretenderse sencillamente hacer explícita una forma determinada de vivir la adhesión a ella- ni mucho menos comprendo en qué medida el que sean catalán y vasca los ponentes certifica la voluntad de arrinconar a nadie en Cataluña o el País Vasco (¿el que fuesen un murciano y una extremeña hubiera parecido más tranquilizador a Solé Tura?). Pero sin duda el tema merece cierto análisis, ahora que estamos en fechas de conmemoración constitucionalista.

Lo que Habermas pretendió poniendo sobre el tapete la cuestión era reunir de nuevo la conciencia nacional y el espíritu republicano, disociados en Alemania desde 1848. La idea de patriotismo constitucional opone la nación de los ciudadanos al mito prepolítico del ‚pueblo’ como comunidad natural de lengua y cultura. Según Habermas, este tipo de patriotismo legitima y asume diversas formas de vida o cultura, aceptándolas todas en una república no excluyente abierta al más amplio pluralismo y a varias formas de mestizaje. Su planteamiento se define frente a las distintas advocaciones del pensamiento comunitarista, no sólo al nacionalismo sino también al patriotismo republicano tradicional, que él supone de origen aristotélico (MacIntyre y Taylor no parecen ajenos a este antagonismo). De lo que se trata, en suma, es de configurar un sentimiento de pertenencia que refuerce las razones abstractas de la ciudadanía participativa pero estilizado a través de la argumentación institucional de ésta: algo que vaya más allá del calor de establo de la tribu pero que no nos deje solamente en la fría compañía de la ley.  Cosa urgente a su modo peculiar en la Alemania actual, pero que desde luego tampoco puede resultarnos ajena en otras naciones multiétnicas como la nuestra, donde no faltan pulsiones excluyentes que amenazan seriamente la convivencia.

Sin embargo, la respuesta de Habermas no es ni mucho menos la única posible ante el problema. La bibliografía reciente sobre el asunto es abundante y basta para hacerse una idea de ella darse una vuelta por el excelente número 24 de la revista Isegoría, editada por el Instituto de Filosofía del CSIC. Uno de los autores que figuran en ese número, Maurizio Viroli, ha publicado también un libro muy interesante (Por amor a la patria, Acento editorial) en el que defiende el patriotismo republicano que descarta Habermas. Viroli no lo entronca con Aristóteles, sino con autores de la república romana, de los que derivan las versiones modernas del patriotismo como la de Maquiavelo, que lo centró en el vivere libero, es decir en el amor a la libertad común y las instituciones que la sustentan pero no en la homogeneidad cultural o lingüística.  Este patriotismo se opone a la visión nacionalista y ‚la diferencia crucial reside en la prioridad de énfasis: para los patriotas, el valor principal es la república y la forma de vida libre que ésta permite; para los nacionalistas, los valores primordiales son la unidad espiritual y cultural del pueblo’. Los patriotas no nacionalistas entienden la virtud cívica como el apego a las libertades públicas y a las instituciones que las garantizan, nunca como la vinculación a la unidad étnica y religiosa de un pueblo.

‚El patriotismo entendido como un deseo de libertad -recuerda Viroli- funciona como una fuerza que incluye y unifica; une, no separa o excluye’.  Pero quizá el patriotismo progresista debe intentar una formulación más cálida, con mayor tono de afectividad concreta que la mera adhesión a los enunciados constitucionales propuesta por Habermas: ‚La izquierda democrática tiene que combatir al nacionalismo en su propio campo; debe tener una respuesta a la necesidad de una identidad nacional, y su respuesta debe ser diferente a la del nacionalismo; no debe abandonar el campo de batalla pero no debe unirse a las filas del enemigo’.  Que no se me olvide decírselo a Madrazo en cuanto le vea... Y Viroli concluye así su texto publicado en la revista del Instituto de Filosofía: ‚La ciudadanía no nace de los lazos de la nacionalidad. Los pueblos más homogéneos cultural, religiosa o étnicamente no son los que tienen mayor espíritu cívico. Por el contrario, tienden a ser intolerantes, prejuiciosos y aburridos. La política, la verdadera política democrática, se basta para construir la ciudadanía.  No necesita ayudantes incómodos’.

La postura de Dominique Schnapper, autora de La comunidad de los ciudadanos (Alianza ed.), difiere tanto de la de Habermas como de la de Viroli. Ella defiende el concepto mismo de ‚nación’ como comunidad de ciudadanos, sin implicaciones prioritariamente étnicas. Al contrario, a su parecer hablar de ‚nación étnica’ es una contradicción en los términos, ya que lo propio de la nación es arraigar reconciliadamente las identidades y pertenencias vividas como naturales por medio de la abstracción institucional de la ciudadanía. Por supuesto, señala, las etnias no son más ‚naturales’ que las naciones: también son construcciones históricas y a menudo más recientes que los propios Estados nacionales. Pero la nación subsume la diversidad étnica sin mutilar de emociones simbólicas a los ciudadanos: ‚El reconocimiento político de las etnias, integradas en la nación, lleva a la desintegración y a la impotencia del Estado; el Estado, cuando se vuelve demasiado poderoso, tiránico o totalitario, absorbe a la nación y destruye la comunidad de ciudadanos. Entre la etnia y el Estado hay que dejar lugar a la nación’. De modo que entonces el nacionalismo no será algo negativo.

Pero hay dos modelos de nacionalismo, que Schnapper -citando a Eric Weil- llama respectivamente el occidental y el de la Europa del

Este: el primero es ‚político, preocupado por la liberación del individuo, de intenciones cosmopolitas, que afirma la pluralidad de los valores de una sociedad evolucionada y que vive bajo una ley aceptada libremente (al menos en principio)’; el segundo es ‚expresión de un sentimiento de inferioridad de grupos lingüísticos que no poseen una organización política propia, formado en el mito de un valor natural, en una prehistoria idealizante, en una ‚conciencia de sí’ que no comporta más que derechos (siempre desconocidos por los demás), en una ideología que no está destinada a justificar una realidad sino a transformar aquella ante la que se encuentra’. De nuevo la englobadora comunidad de ciudadanos frente a la disgregación en etnias comunitarias.

¿Patriotismo constitucional, patriotismo republicano, nación de ciudadanos? No sé cuál es la fórmula más adecuada -cada una tiene sus ventajas y sus inconvenientes- pero en los tres casos se trata de afrontar el mismo problema: el despedazamiento de los Estados de derecho pluralistas en nombre de la homogeneidad políticamente instituida de las identidades étnicas. O sea, cómo la sociedad de los iguales ante la ley podrá resistir a la sociedad de los idénticos según la peculiaridad de la pureza cultural. También ignoro el perfil que dará el PP a la ponencia de su congreso. Lo que me parece importante destacar es que los tres modelos comentados coinciden en que sus planteamientos patrióticos no se agotan en el enfrentamiento con la extrapolación del etnicismo: exigen también mecanismos prácticos de protección social y educación pública para luchar contra las dos lacras que imposibilitan la ciudadanía, a saber, la miseria y la ignorancia. Y presuponen un respeto a la legalidad compartida que veda los sectarismos partidistas, como los que hemos visto en correligionarios de los implicados en el caso Gescartera o en el de los fondos reservados. El vivir libremente de los ciudadanos es tan incompatible con la hipóstasis de las etnias como con la solidaridad de las mafias.

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